Aunque en mi anterior post comenté que el hecho de contar vivencias personales no sería más que un caso aparte en este blog, esta entrada en el blog de Valadrem me ha recordado un caso delirante que también me ocurrió hace un par de años. Él nos cuenta el - no tan extraño - caso en el que cierto político promete algo que luego no cumple. Yo contaré lo que sucede en el improbable caso de que ésto sí que acabe cumpliéndose. Ambas situaciones están relacionadas con el abono transporte. Sin embargo, vayamos por orden y veamos primero lo que nos cuenta Valadrem.
Según el periódico El Mundo (edición del 6 de mayo de 2007), la validez del Abono Transporte Joven iba a ser ampliada en Madrid hasta los 23 años. Dicha noticia se encuentra tanto en el antetítulo como en el cuerpo propio de la nota de prensa. Sin embargo, hoy, más de cinco meses más tarde (suma y sigue, según este post vaya envejeciendo), la validez del título sigue siendo hasta los 21 años, como se puede comprobar en la web del Consorcio de Transportes de Madrid. Más aún, si el afectado (porque no se le puede llamar de otro modo) tiene la mala suerte de cumplir a finales de año, la validez queda restringida a los 20 años, pudiendo perder hasta seis meses de derecho al Abono Joven. ¿Dónde queda pues la noticia, o la promesa que se hizo? ¿Cuánto tiempo hay que esperar?
Para alivio de muchos (y terror de otros) diré que la situación no mejora cuando las promesas se cumplen. Yo tuve la mala suerte de comprar unos cuantos abonos varios días antes de que finalmente ofrecieran transporte gratuito a estudiantes. (Que no se asuste nadie, sencillamente el servicio era tan absurdamente pésimo que cualquier precio resultaba caro: algunas veces valía la pena ir andando, algo terrible, teniendo en cuenta que en ese caso teníamos que desplazarnos por el arcén de una carretera comarcal). Por supuesto, ni carteles en el autobús, ni paneles informativos ni nada semejante; nos enterábamos porque le preguntábamos al conductor al ver que algunos entraban enseñando su carné. En caso contrario, el empleado cobraba billete aún viéndonos con los mochilones, libros y otros enseres que evidenciaban nuestra ocupación como estudiantes.
Evidentemente, con varios abonos en mano que ya no me servían de nada, procedí a rellenar una instancia pidiendo que, dadas las circunstancias, me devolvieran el importe de los mismos, si procedía. Ahí es donde empezó una singular lucha particular. Ya sabía que cosas de palacio van despacio, pero seis meses más tarde aún no había recibido respuesta, así que con la copia de la instancia, pregunté acerca del asunto. Tras varias vueltas por el ayuntamiento, varias fotocopias y una mañana perdida, me prometieron que se harían cargo y me contestarían en breve. Varios meses más tarde seguía sin recibir respuesta y mi prioridad pasó de obtener la devolución del dinero a conseguir una contestación legal a mi solicitud. Más fotocopias, caminatas y esperas entre despacho y despacho e incluso algún funcionario que nada más verme ya sabía qué era lo que quería y parecía mofarse con la situación. Finalmente, nada de nada.
Mi indignación, como cabe esperar, era total. Tenía la impresión de que los ciudadanos no teníamos voz, ni siquiera mediante actos legales como instancias o similares. Si eso sucedía con cosas banales, ¿teníamos alguna posibilidad como vecinos ante algún evento de importancia? Por fortuna, me enteré de que en la emisora de radio local había un programa para exponer dudas y quejas a la alcaldesa en persona. Me pareció una buena oportunidad, tanto porque así ella se ocuparía personalmente como porque todos los oyentes se enterarían de la importancia que realmente teníamos de cara a la alcaldía. He de decir que, aunque hablé con propiedad y educación, también dejé las cosas bien claras.
El hecho pareció ser un éxito. La alcaldesa me citó en su despacho y prometió solucionar el problema. Así pues, me dirigí a la alcaldía y cuando entré, varias personas me recibieron. Una de ellas era el archiconocido funcionario y otras eran mujeres. Como no recordaba la cara de la alcaldesa, pregunté por ella (usando su nombre, en vez de su cargo público). Nadie contestó y se quedaron mirando unos a otros... hasta que el funcionario hizo cara de recordar algo y dijo, "Ah, sí, claro, es ella", señalando a una de las mujeres. No era un buen comienzo, desde luego. De nuevo, la alcaldesa prometió, prometió y prometió; y salí de allí convencido de que había sido engañado de nuevo, como así resultó ser.
El dinero de los abonos ya era agua pasada. Aquello ya era algo mayor, un reto personal, conseguir que el ayuntamiento hiciera caso a sus ciudadanos. A las personas que pagan sus impuestos, a las personas que les votaron (o no, pero eso es secreto) en las elecciones, a las personas por las que y para las que se supone que trabajan. Seguí acudiendo al ayuntamiento cuando tenía tiempo para reclamar mis derechos, conté la historia a todas las personas con las que me encontraba, difundí la noticia, dejé trabajar al boca a boca y, al final, un día después de dos años de presentar la primera instancia, no se me pregunte cómo, conseguí que ingresaran el dinero correspondiente a los abonos en mi cuenta.
Según el periódico El Mundo (edición del 6 de mayo de 2007), la validez del Abono Transporte Joven iba a ser ampliada en Madrid hasta los 23 años. Dicha noticia se encuentra tanto en el antetítulo como en el cuerpo propio de la nota de prensa. Sin embargo, hoy, más de cinco meses más tarde (suma y sigue, según este post vaya envejeciendo), la validez del título sigue siendo hasta los 21 años, como se puede comprobar en la web del Consorcio de Transportes de Madrid. Más aún, si el afectado (porque no se le puede llamar de otro modo) tiene la mala suerte de cumplir a finales de año, la validez queda restringida a los 20 años, pudiendo perder hasta seis meses de derecho al Abono Joven. ¿Dónde queda pues la noticia, o la promesa que se hizo? ¿Cuánto tiempo hay que esperar?
Para alivio de muchos (y terror de otros) diré que la situación no mejora cuando las promesas se cumplen. Yo tuve la mala suerte de comprar unos cuantos abonos varios días antes de que finalmente ofrecieran transporte gratuito a estudiantes. (Que no se asuste nadie, sencillamente el servicio era tan absurdamente pésimo que cualquier precio resultaba caro: algunas veces valía la pena ir andando, algo terrible, teniendo en cuenta que en ese caso teníamos que desplazarnos por el arcén de una carretera comarcal). Por supuesto, ni carteles en el autobús, ni paneles informativos ni nada semejante; nos enterábamos porque le preguntábamos al conductor al ver que algunos entraban enseñando su carné. En caso contrario, el empleado cobraba billete aún viéndonos con los mochilones, libros y otros enseres que evidenciaban nuestra ocupación como estudiantes.
Evidentemente, con varios abonos en mano que ya no me servían de nada, procedí a rellenar una instancia pidiendo que, dadas las circunstancias, me devolvieran el importe de los mismos, si procedía. Ahí es donde empezó una singular lucha particular. Ya sabía que cosas de palacio van despacio, pero seis meses más tarde aún no había recibido respuesta, así que con la copia de la instancia, pregunté acerca del asunto. Tras varias vueltas por el ayuntamiento, varias fotocopias y una mañana perdida, me prometieron que se harían cargo y me contestarían en breve. Varios meses más tarde seguía sin recibir respuesta y mi prioridad pasó de obtener la devolución del dinero a conseguir una contestación legal a mi solicitud. Más fotocopias, caminatas y esperas entre despacho y despacho e incluso algún funcionario que nada más verme ya sabía qué era lo que quería y parecía mofarse con la situación. Finalmente, nada de nada.
Mi indignación, como cabe esperar, era total. Tenía la impresión de que los ciudadanos no teníamos voz, ni siquiera mediante actos legales como instancias o similares. Si eso sucedía con cosas banales, ¿teníamos alguna posibilidad como vecinos ante algún evento de importancia? Por fortuna, me enteré de que en la emisora de radio local había un programa para exponer dudas y quejas a la alcaldesa en persona. Me pareció una buena oportunidad, tanto porque así ella se ocuparía personalmente como porque todos los oyentes se enterarían de la importancia que realmente teníamos de cara a la alcaldía. He de decir que, aunque hablé con propiedad y educación, también dejé las cosas bien claras.
El hecho pareció ser un éxito. La alcaldesa me citó en su despacho y prometió solucionar el problema. Así pues, me dirigí a la alcaldía y cuando entré, varias personas me recibieron. Una de ellas era el archiconocido funcionario y otras eran mujeres. Como no recordaba la cara de la alcaldesa, pregunté por ella (usando su nombre, en vez de su cargo público). Nadie contestó y se quedaron mirando unos a otros... hasta que el funcionario hizo cara de recordar algo y dijo, "Ah, sí, claro, es ella", señalando a una de las mujeres. No era un buen comienzo, desde luego. De nuevo, la alcaldesa prometió, prometió y prometió; y salí de allí convencido de que había sido engañado de nuevo, como así resultó ser.
El dinero de los abonos ya era agua pasada. Aquello ya era algo mayor, un reto personal, conseguir que el ayuntamiento hiciera caso a sus ciudadanos. A las personas que pagan sus impuestos, a las personas que les votaron (o no, pero eso es secreto) en las elecciones, a las personas por las que y para las que se supone que trabajan. Seguí acudiendo al ayuntamiento cuando tenía tiempo para reclamar mis derechos, conté la historia a todas las personas con las que me encontraba, difundí la noticia, dejé trabajar al boca a boca y, al final, un día después de dos años de presentar la primera instancia, no se me pregunte cómo, conseguí que ingresaran el dinero correspondiente a los abonos en mi cuenta.
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